Los concurrentes celebran con voces de aplauso el sencillo rito que acaba de unir al más valiente y benemérito de los jefes del desierto con la más linda de las vírgenes del Pastaza. Los tamboriles y pífanos asordan la selva, y Cumandá se asombra de cómo puede sobrevivir a un acto que debía traerle al punto el término de la vida. En medio de su sorpresa y dolor de verse viva y en pie después de haber faltado a las promesas de fidelidad hechas a Carlos, se acusa a sí misma por este crimen que arguye contra su amor, y se dice interiormente, bañándose en lágrimas: ¡Ay! ¡no he amado bastante al joven extranjero! ¡no le he amado cual lo merece! ¡no le he amado de la manera que él me ama! ¡Qué ingratitud la mía! ¡qué infamia! ¡Jurarle fidelidad hasta la muerte, y no morir! ¿No era ésta la única prueba que yo podía darle de que mis palabras no eran mentiras y de que mi afecto era semejante al suyo? Vivo ¡ay de mí!... Pero ¿es verdad que este cuerpo que estoy palpando no es un cadáver?... Me siento helada, helada como un cuerpo sin alma... Sin embargo, respiro... ¿Cómo puede estar mi espíritu amarrado a esta carne que ya va a devorar la tierra?... ¡Ah! no hay duda, ¡vivo! ¡y esta desgracia viene a coronar todas las que abruman mi desdichado corazón!